El olfato es uno de los sentidos clave para la supervivencia del ser humano.
Por ejemplo, sin olfato no podríamos evaluar el estado y la calidad nutritiva de los alimentos, salvo que el nivel de descomposición fuera tan evidente que llegara a ser detectado por la vista, como la presencia de gusanos en un pedazo de carne, mugre o insectos en un vegetal, o moho en un trozo de pan.
Hace más de 2.300 años, en su obra “De Anima”, Aristóteles establecía que el hombre poseía cinco sentidos básicos: la vista, el tacto, el olfato, el oído y el gusto. Y a cada uno de ellos le dedico un capítulo.
Después de más de dos milenios esa creencia aristotélica sigue vigente en la cultura popular.
¿Solo cinco sentidos?
Hoy sabemos que un ser humano normal posee 20, 30, … hasta 33 sentidos, según qué rama de la ciencia o de la filosofía se tenga en cuenta. Incluso, las creencias y las religiones suman o restan sentidos a las personas.
Según los últimos estudios, la neurociencia llega a clasificar 33 sentidos que nos ayudan a comprender dónde estamos, qué hacemos y qué nos rodea.
Como el sentido de la propiedad, que nos conciencia sobre la pertenencia de nuestro cuerpo; o el sentido de agencia, que es la sensación de que efectivamente estamos realizando el movimiento que queremos realizar, como por ejemplo extender un brazo para agarrar un objeto.
Otros sentidos catalogados por la neurociencia son el equilibrio, la sinestesia, la termopercepción, el sentido del dolor o nocicepción, o el sentido del tiempo o cronocepción, entre varios otros que se fueron descubriendo mucho tiempo después del influyente discípulo de Platón.
Todos los sentidos cumplen la función de orientarnos, de contextualizarnos dentro del mundo que nos rodea, de poder defendernos, de tener la capacidad de recordar lo que nos hace bien y lo que nos puede hacer daño.
Sin los sentidos no duraríamos un minuto vivos en este mundo.
Los instintos
Volviendo al sentido de la nariz, el olfato interviene en muchas funciones básicas de la vida.
Además de permitirnos evaluar el estado de los alimentos, mediante el olor, podemos medir la calidad nutritiva de una comida, aunque muchos hemos ido perdiendo esa capacidad porque esa información ahora está, en el mejor de los casos, en la etiqueta del envase de los alimentos.
El sustento ya no se busca en el monte, sino que se compra en el supermercado. Las comodidades nos van haciendo perder las habilidades que vamos dejando de usar.
Con el sexo ocurrió lo mismo. El olfato era imprescindible en el ser humano, aún lo sigue siendo en los animales, para saber si una mujer estaba “en celo” o menstruando, por ejemplo, o si un varón era genéticamente compatible.
En la actualidad el olor sexual simplemente suma o resta en la atracción por el otro.
El resto de las percepciones olfativas transcurren en el plano de la inconsciencia, muy profundo en nuestra mente.
Olor, emociones y memoria
El bulbo olfatorio forma parte de la estructura del sistema límbico.
El sistema límbico es a su vez una red de estructuras conectadas entre sí que se encuentran en lo profundo de la parte media del cerebro y forma parte de nuestro sistema nervioso central.
Estas estructuras tienen efecto en un amplio abanico de comportamientos, que incluyen las emociones, la motivación y la memoria.
Es un sistema que maneja la respuestas instintivas o automáticas y tiene relativamente poco que ver con los pensamientos conscientes, con la voluntad.
El sistema límbico también está relacionado con la interpretación de los datos sensoriales enviados a la neo corteza (la parte del cerebro donde se elabora el pensamiento) para convertirla en las motivaciones del comportamiento.
El sistema límbico tiene una función central que es la mediación entre el reconocimiento de un evento por una persona, su percepción como una situación que provoca ansiedad y la reacción fisiológica que resulta de ella, todo mediado a través del sistema endocrino: los estímulos son procesados conceptualmente en la corteza y pasan al sistema límbico donde son evaluados y se elabora una respuesta motivada.
Un viaje en el tiempo
Resumiendo, el olor de un alimento, de una persona o de un lugar marcan a fuego nuestro comportamiento, instintivo, y quedará para siempre alojado en nuestra memoria.
Los olores son la forma más rápida y efectiva de viajar en el tiempo. Y refresca nuestra memoria de formas increíbles; rescatan recuerdos de vivencias que ni siquiera recordábamos que alguna vez habíamos tenido.
Si entramos en una casquería y hay mal olor, aunque no sea muy evidente, nuestro sistema límbico nos invitará a retirarnos lo antes posible. A veces somos conscientes de esto, a veces no.
Lo mismo ocurre cuando entramos en una casa o un lugar en el que no habíamos estado antes. El olfato nos dará un diagnóstico mucho más detallado y preciso que la vista.
Quizás esté todo bonito y bien ordenado, pero el olor nos dirá que hay una rata muerta en algún rincón, que el ambientador no tapa la falta de higiene o que están cocinando con demasiado aceite o especias.
Nada que la vista pueda advertirnos.
Ocurre lo mismo cuando llegamos a un pueblo o una ciudad. Te envuelve el olor a mar, el olor a aire de montaña, o a bosque.
También en el centro de una ciudad encontramos siempre un olor característico, que percibe mejor el visitante que el residente y habituado, que es una mezcla de comidas de bares y restaurantes, contenedores de basura combustible quemado y la inconfundible brisa del puerto.
Otro tiempo, otro lugar
Cada ciudad huele diferente.
Y los olores cambian según el horario o la época del año. Y la noche huele diferente del día.
Los domingos, mi barrio simple huele a asado, carbón, leña, a chorizos en la parrilla, decía Borges.
En primavera, en Sevilla se imponen los azahares de los naranjos, un perfume dulce y penetrante que enamora y escarba hondo en la memoria de los andaluces.
Durante algunas semanas la ciudad vuelve a ser la ciudad de nuestros padres, de nuestros abuelos, de nuestra infancia.
En verano, las lluvias hacen estallar el aroma a tierra mojada, una confusión química de iones en el aire que derraman paz y calma espiritual.
No es más que otro olor que se adentra profundo en nuestra memoria, en nuestros recuerdos más sumergidos.