¿lo que emociona a tu cerebro te sana o te enferma?

Los circuitos cerebrales, las estructuras que procesan las emociones y los sistemas nervioso autónomo, cardiovascular, hormonal e inmunológico, están íntimamente relacionados y se influyen de forma recíproca llegando a formar un gran macro sistema.

De esta forma, cuando nos asaltan las emociones, se reprimen o se está a merced de ellas, como en un ataque de ira, se pueden llegar a producir estragos en el sistema nervioso, hormonal, inmunológico y en otros órganos principales como el corazón o los intestinos.

Dice un personaje de la película "Manhattan", de Woody Allen: “Nunca me enojo, a cambio me crece un tumor”.

Este comentario tragicómico canta una verdad a gritos: la del rol que desempeñan las emociones en el funcionamiento fisiológico de nuestro organismo.

Hoy en día ya existen abundantes investigaciones y evidencias científicas que confirma de qué manera las experiencias emocionales influyen de manera radical sobre el eje salud - enfermedad.

No en vano, los seres humanos somos criaturas biopsicosociales. En el eje salud - enfermedad se refleja la relación con el mundo que se habita, este fenómeno llega alcanza a integrar realidades tan amplias como las variables familiares, clase social, género, raza, momento político y entorno físico.

En nuestro organismo contamos con un sendero que va de las emociones estresantes, con frecuencia inconscientes, a la enfermedad física. Nos viene de fábrica.

Se ha estudiado la forma en que ciertos patrones emocionales, como la represión crónica de la rabia, un desbordante sentido del deber, una preocupación desmedida por las necesidades emocionales de otros mientras se ignoran las propias o las creencias conscientes o inconscientes como “soy responsable por cómo se sienten los demás” o “no debo decepcionarlos”, son característicos en individuos que padecen enfermedades crónicas: trastornos autoinmunes (por ejemplo artritis reumatoidea o colitis ulcerativa), psoriasis, esclerosis múltiple, esclerosis lateral miotrófica, párkinson, demencia...

Los individuos, en general, tienden a no ser conscientes de que el estrés, al que se ven sometidos demasiado frecuentemente, constituye un factor de riesgo de enfermedades de toda clase.

Este estrés deriva, en numerosas ocasiones, de una necesidad artificial de “demostrar”, de justificar el valor personal a través de los logros: cuánto ganamos, la importancia de nuestros éxitos, nuestra fortaleza, el status conseguido… y la lista puede continuar eternamente.

Sin embargo, no se debe culpar a nadie por no gestionar adecuadamente sus emociones o por no cuidar de sí mismo. Estos actos no son conscientemente deliberados sino el producto de mecanismos atávicos o estrategias adaptativas que comienzan ya en la más temprana infancia.

Tales dinámicas adoptadas durante los primeros años de vida, cuando se constituyen en patrones estables de comportamiento, pueden derivar en enfermedad y disfunción al alcanzar la edad adulta.

La interacción entre la genética y las experiencias de la vida temprana moldean, literalmente, los circuitos del cerebro en desarrollo el cual es contundentemente influenciado por la sintonización o falta de ella, entre el adulto y el niño, sobre todo en las etapas tempranas del desarrollo del individuo.

Los ajustes fisiológicos y psicológicos de corto plazo a los que recurrimos para sobrevivir en esta primera etapa tienen consecuencias en el largo plazo sobre el aprendizaje, el comportamiento y como derivada a la salud y la longevidad.

Las interacciones entre cerebro y cuerpo también determinan que las circunstancias y experiencias adversas durante la infancia temprana, incluso en útero, dejan no solo efectos psicológicos en el largo plazo, sino que también pueden ser precursoras de enfermedad.

Numerosos estudios demuestran que el sufrimiento de los primeros años de vida potencia muchísimas enfermedades, desde mentales, como depresión, psicosis o adicciones, hasta trastornos autoinmunes e incluso cáncer.

Las enfermedades son, rara vez, manifestaciones azarosas o aisladas.

Cuando se lidia con mucho estrés, el cuerpo se encargará de decirlo, es nuestra responsabilidad estar atentos a estos mensajes y obrar en consecuencia modificando nuestro comportamiento.

Un síntoma o una enfermedad es una oportunidad para meditar sobre lo que no está en equilibrio en la vida, sobre cómo las programaciones importadas de la infancia aún están afectando y deteriorando el bienestar físico y psicológico.

Sea esta la oportunidad para reflexionar acerca de si necesita ser más compasivo con usted mismo, quererse uno a sí mismo con más frecuencia e intensidad, echarle una mirada honesta y meticulosa a sus patrones y programaciones, qué ajustes grandes o pequeños convendría hacer en sus rutinas de vida: cómo cuida su cuerpo, cómo se alimenta, cómo maneja sus emociones, si se siente pleno con su vida espiritual, o si mantiene integridad en sus relaciones.

Regalémonos diariamente aquello que con toda probabilidad nuestros padres quisieron darnos, y no siempre pudieron hacerlo: presencia, atención de corazón y compasión.

Si quieres investigar más sobre este tema, puedes encontrar piezas interesantes disfrutando de:
  • When the Body says No, Gabor Maté, M.D.
  • The Body Keeps the Score, Bessel van der Kolk M.D.
  • The Developing Mind, Daniel Siegel, M.D.

Inspirado en la entrada de El blog del cerebro
Autor: Virginia Rojas Albrieux
Publicado en El Espectador