¿Las emociones son reales?

Si cae un árbol en el bosque y no hay nadie para oírlo, ¿hace ruido al caer?

Esta pregunta tan manida ha sido planteada hasta la saciedad desde filósofos hasta maestros de primaria, pero también revela un hecho fundamental sobre la experiencia humana y, en especial, sobre cómo experimentamos y percibimos las emociones.

La respuesta de sentido común a esta pregunta es sí, claro que un árbol que cae hace ruido.

Si el lector y yo estuviéramos paseando por el bosque en ese momento, veríamos claramente el resquebrajamiento de la madera, el crujir de las hojas y el enorme golpe sordo cuando el tronco se estrella contra el suelo.

Parece evidente que este sonido estaría presente, aunque no estuviéramos presentes ni el lector ni yo.

Pero la respuesta científica es no. Un árbol que cae, en mismo, no hace ningún sonido.

Su caída simplemente crea vibraciones en el aire y en el suelo.

Estas vibraciones solo se convierten en sonido si está presente algo especial que las reciba y las traduzca, como, por ejemplo, un oído conectado a un cerebro.

Cualquier oído de un mamífero servirá.

El oído externo capta cambios en la presión del aire y los canaliza hacia el tímpano, produciendo vibraciones en el oído medio.

Estas vibraciones mueven un fluido en el oído interno, que a su vez mueven unos cilios que traducen los cambios de presión a señales eléctricas que recibe el cerebro.

Sin esta maquinaria especial no habría sonido, solo aire en movimiento.

Pero la tarea del cerebro no acaba tras recibir estas señales eléctricas. Esta onda aún se debe interpretar como sonido de un árbol que cae.

Para ello, el cerebro necesita el concepto de “árbol” y de lo que pueden hacer los árboles, como caer en un bosque.

Este concepto puede proceder de experiencias anteriores con árboles, de haberlo leído en un libro, de la descripción de otra persona…

Sin el concepto no hay árbol que caiga, solo el ruido sin sentido de la ceguera experiencial.

Por lo tanto, un sonido no es un suceso que se detecte en el mundo.

Es una experiencia construida cuando el mundo interactúa con un cuerpo que detecta cambios en la presión del aire y con un cerebro que puede dar significado a estos cambios.

Sin nadie que perciba no hay sonido, solo es realidad física.

Consideremos ahora otra pregunta: ¿Esta manzana es roja?

Aquí también tenemos una pregunta con trampa, aunque menos evidente que el árbol que cae.

En este caso, la respuesta de sentido común también es sí: la manzana es roja (o, si se quiere, amarilla o verde).

Pero la respuesta científica es no. “Rojo” no es un color contenido en un objeto; es una experiencia que supone luz reflejada y un ojo y un cerebro humanos.

Solo experimentamos el rojo cuando una luz de una longitud de onda determinada (digamos 600 nanómetros) se refleja en un objeto (en medio de otros reflejos con otras longitudes de onda) y si y solo si un receptor traduce este despliegue de contrastes de luz a sensaciones visuales.

Nuestro receptor es la retina humana, que usa sus tres tipos de fotorreceptores, llamados conos, para convertir la luz reflejada en señales eléctricas a las que el cerebro da significado.

En una retina donde no hay un cono mediano o largo, la luz de 600 nanómetros se experimenta como gris.

Y en ausencia de un cerebro no hay ninguna experiencia de color, solo luz reflejada en el mundo.

Pero solo con el equipo adecuado (el ojo y el cerebro), la experiencia de una manzana roja aún no existe.

Para que el cerebro convierta una sensación visual en la experiencia del rojo, debe poseer el concepto de “rojo”.

Este concepto puede proceder de experiencias anteriores, como manzanas, tejados u otros objetos que percibamos como rojo, o de saber del rojo por otras personas (hasta las personas ciegas de nacimiento tienen un concepto de “rojo” que aprenden de conversaciones y libros).

Sin este concepto, la manzana se experimentaría de otra manera.

Estos divertimentos sobre manzanas y árboles nos invitan, como perceptores, a batallar con dos puntos de vista opuestos.

Por un lado, el sentido común nos dice que los sonidos y los colores existen en el mundo más allá de nuestra piel, y que los detectamos, con unos ojos y unos oídos que llevan la información al cerebro.

Por otro lado, los seres humanos somos los arquitectos de nuestras propias experiencias.

No detectamos cambios físicos en el mundo de una manera pasiva.

Participamos activamente en la construcción de nuestras experiencias, aunque no siempre seamos conscientes de ello.

Podría parecer que un objeto transmite información sobre su color al cerebro, pero la información necesaria para que experimentemos el color procede principalmente de nuestras predicciones, corregidas por la luz que el cerebro capta del mundo.

Una tercera y última pregunta es esta: “¿las emociones son reales?”

Alguien podría pensar que esta pregunta es ridícula, un ejemplo clásico de complacencia académica.

Claro que las emociones son reales.

Pensemos en la última vez que hemos estado alegres, tristes y furiosos.

Estos sentimientos han sido claramente reales.

Pero, en el fondo, esta última cuestión es como el árbol que cae y la manzana roja: un dilema entre lo que existe en el mundo y lo que existe en el cerebro humano.

Nos obliga a afrontar nuestros supuestos sobre naturaleza de la realidad y sobre nuestro papel en la creación de la misma.

Pero, en este caso, la respuesta es un poco más compleja, porque depende de lo que entendemos por “real”.

La evolución ha dotado a la mente humana de la capacidad para crear una clase de realidad que depende por completo de observadores humanos.

Con cambios en la presión del aire construimos sonidos. Con luz de distintas longitudes de onda construimos colores. Con productos horneados elaboramos rosquillas y madalenas que solo se diferencian por el nombre.

Hagamos que un par de personas acuerden que algo es real y les den un nombre, y crearán realidad.

Cualquier ser humano con un cerebro que funcione normalmente tiene el potencial para realizar esta pequeña demostración de magia, y lo usa constantemente.

Alberto Einstein ilustró muy bien esta cuestión cuando escribió: “los conceptos físicos son creaciones libres de la mente humana, y, a pesar de lo que pueda parecer, no están determinados exclusivamente por el mundo exterior”.

El sentido común nos dice que las emociones son reales en la naturaleza y que existen independientemente de cualquier observador, de la misma manera que los bosones de Higgs y los plantas.

Las emociones parecen estar presentes en unas cejas que se arquean y unas narices que se arrugan, en unos hombros que se encogen y en unas palmas sudorosas, en corazones acelerados y en aumentos de hidrocortisona, en silencios, gritos y suspiros.

Pero la ciencia nos asegura que las emociones, igual que los colores y los sonidos, exigen un perceptor.

Cuando experimentamos o percibimos emociones el imput sensorial se transforma en pautas de neuronas activadas.

Si en ese momento centramos la atención en nuestro cuerpo, experimentamos las emociones como si estuvieran sucediendo en nuestro cuerpo, igual que experimentamos el color rojo en la manzana y el sonido en el mundo.

Y si centramos la atención en el mundo, experimentamos las caras, las voces y los cuerpos como si expresaran emociones para que las descodifiquemos.

El cerebro categoriza usando conceptos emocionales para dar significado a esas sensaciones.

El resultado es que construimos casos de alegría, de miedo, de ira o de otras categorías emocionales.

Las emociones son reales, pero son reales en el mismo sentido que el sonido de un árbol que cae o la experiencia del rojo.

Todas se construyen en el cerebro un perceptor.

Tuneado del libro "La vida secreta del cerebro"
Autor: Lisa Feldman Barrett