Todos somos capaces de anticipar cómo terminan estas situaciones: al final de la discusión nadie ha logrado convencer al resto del grupo.
En este tipo de circunstancias siempre da la impresión de que, en realidad, no defendemos nuestra postura por una serie de razones (las que ofrecemos al grupo), sino que damos esas razones porque defendemos nuestra decisión. Dicho de otra forma, no nos molestamos en pensar lo que hacemos, pero sí que nos molestamos en pensar cómo vamos a justificar (ante los demás y ante nosotros mismos) lo que ya hemos hecho, en este caso por qué hemos comprado el coche que tenemos.
Y es que el ser humano además de ser un animal racional, no cabe duda de que tiene un cerebro obsesionado por la coherencia. Y también por la apariencia.
Una vez tomada una decisión, nos cuesta reconocer que tal vez nos hayamos equivocado. Nos resulta más fácil ponernos a defender la alternativa elegida con uñas y dientes, porque así podemos percibirnos a nosotros mismos como personas coherentes, y porque, además, defendiendo nuestra elección, nos convencemos de que hemos elegido bien, de que somos personas sabias, con convicciones sólidas... y un largo etcétera.
Siempre tratando de quedar bien con los demás y de ser capaces de dormir con la conciencia tranquila, porque somos coherentes.
Este tipo de fenómenos han sido bien estudiados por los psicólogos y cuentan desde hace tiempo con explicaciones interesantes, como la teoría de la Disonancia Cognitiva elaborada por Leon Festinger.
Según este autor, las personas nos sentimos incómodas cuando mantenemos simultáneamente creencias contradictorias o cuando nuestras creencias no están en armonía con nuestros actos. Es decir, cuando nuestros pensamientos y nuestros actos no son coherentes.
Por ejemplo, si habitualmente votamos al partido A, pero resulta que en un proceso electoral concreto nos identificamos más con el programa electoral del partido B, es posible que alberguemos un sentimiento de inquietud y desasosiego interno.
Según la teoría de la disonancia cognitiva, las personas que se ven en esta situación y afectos de lograr alcanzar una sensación de coherencia, se ven obligadas a adoptar algún tipo de medida complementaria que contribuya de forma eficaz a resolver la discrepancia entre las creencias y conductas contradictorias.
En la coyuntura anterior, podemos por ejemplo, optar por cambiar nuestro voto en las próximas elecciones, o bien asignar un valor más relativo a las propuestas del programa del partido B (por ejemplo, recordando que en realidad pocos partidos cumplen con todo lo que prometen en sus programas).
La teoría de la disonancia cognitiva es una hipótesis sugerente que nos permite explicar de forma sencilla muchas de las aparentes paradojas y sinrazones del comportamiento humano, que con cierta frecuencia se muestran en cada detalle de nuestra vida cotidiana.
Además, la demostración de la teoría de la disonancia cognitiva cuenta con la ventaja de estar respaldada por numerosos experimentos.
Al famoso científico cognitivo Michael Gazzaniga le debemos algunos de los más interesantes. Este investigador se preocupó por estudiar los efectos que una intervención quirúrgica, la comisurectomía, podía tener sobre los pacientes en los que se realizaba. La operación se lleva a cabo en casos excepcionalmente graves de epilepsia y consiste en seccionar el cuerpo calloso, un haz de fibras que conecta los dos hemisferios cerebrales, de modo que los ataques epilépticos no puedan pasar de un hemisferio a otro.
Contrariamente a lo que cabría esperar, después de que los pacientes son sometidos a esta intervención llevan una vida completamente normal y en raras ocasiones es posible percibir algún efecto negativo de la operación. Michael Gazzaniga trató de encontrar una situación en la que se pudieran observar los efectos secundarios de esta intervención.

En un experimento famoso, Gazzaniga expuso a varios de estos pacientes a una situación en la que a cada hemisferio cerebral se le presentaba una imagen distinta. Así, al hemisferio izquierdo se le presentaba la imagen de una pata de pollo y al hemisferio derecho se le presente un paisaje con nieve. Como en estos pacientes el cuerpo calloso estaba seccionado, la información no podía pasar de un hemisferio al otro. Esto implicaba que el hemisferio izquierdo sólo "veía" la pata de pollo y el hemisferio derecho sólo "veía" el paisaje con nieve.
Después de ver estás imágenes, los participantes tenían que elegir entre otros dos dibujos aquél que tuviera alguna relación con lo que acababan de ver. Por ejemplo, se les daba a elegir entre el dibujo de una gallina y el dibujo de una pala para quitar nieve. En esta ocasión la respuesta correcta dependía por supuesto del hemisferio del que se tratase. Si era el hemisferio izquierdo el que hacía la elección, entonces la respuesta correcta era la gallina; pero si elegía el hemisferio derecho, entonces la respuesta correcta era la pala.
Una paciente que participaba en este experimento eligió la pala con la mano izquierda y la gallina con la mano derecha. Obviamente, lo que había pasado es que cada hemisferio había elegido y ejecutado la respuesta correcta. Lo interesante sucedió cuando a la paciente se le preguntó por su elección.
La respuesta la tuvo que elaborar su hemisferio izquierdo, que es el que se encarga del lenguaje. Pero, como este hemisferio no tenía acceso a toda la información necesaria para dar una explicación (en concreto, este hemisferio no tenía constancia de que se hubiera presentado la escena con nieve), se inventó una explicación de lo más particular: "Muy fácil. La pata de pollo corresponde a la gallina y necesito una pala para limpiar el gallinero". Tal vez esta sea la muestra más clara de hasta qué punto las personas necesitamos ser congruentes con nosotras mismas y justificar nuestras acciones incluso cuando las hemos realizado sin razón alguna o cuando desconocemos los motivos.
Lo peor es que esta tendencia a dar explicaciones de lo que hacemos acaba convirtiéndonos en esclavos de lo que ya hemos hecho, de unas elecciones que, de haberlo pensado, tal vez no hubiésemos realizado. Una vez elegida la pala, preferimos ponernos a limpiar el gallinero antes que reconocer que no sabemos por qué la elegimos. Y dado que, ya sea por ser impulsivos o por no pararnos a pensar lo suficiente, rara vez sabemos por qué hacemos las cosas, gran parte de nuestra vida se convierte en una actuación para nosotros mismos.
Es muy costoso desaprender algo que se ha ido elaborando de forma inadecuada durante mucho tiempo porque ha incorporado una gran cantidad conexiones neuronales nuevas.
Esto constituye una auténtica paradoja asociada a la plasticidad cerebral.
La información que atenta contra las convicciones propias inhibe circuitos cerebrales implicados impidiendo, incluso, que se pondere el conflicto entre ideas contradictorias.
El cerebro detesta modificar las costumbres por una simple cuestión de supervivencia, es decir, la búsqueda automática de la estabilidad energética.
Según Michael Gazzaniga, estamos configurados para formarnos creencias que fabrica el hemisferio izquierdo del cerebro.
Veamos otro de los muchos ejemplos de que disponemos sobre experimentos con pacientes a los que se les ha seccionado el cuerpo calloso.
Cuando a un paciente se le sugirió que fuera a caminar, hablándole por el oído izquierdo (la información es procesada por el hemisferio opuesto al lado del cuerpo que ha recibido los estímulos, en este caso por el hemisferio derecho), el paciente se levantó y salió a caminar.
Al volver, hablándole por el oído derecho, se le preguntó por qué había salido. El paciente, ante la falta de información (la falta de cuerpo calloso le había impedido transmitir la información inicial del hemisferio derecho al izquierdo) inventó, rápidamente, un motivo para justificar la acción: “Quería ir a buscar un refresco”. El hemisferio izquierdo, que es donde se almacena el lenguaje, además, es capaz de inventar historias y creencias.
Después de todo lo comentado anteriormente, la pregunta que nos debemos hacer es: ¿Podemos revelarnos ante los condicionamientos que plantea nuestra propia naturaleza?
La respuesta es afirmativa. Es una cuestión de voluntad y sabemos que no es innata. No debemos olvidar nunca que estamos construyendo nuestro futuro a cada momento, con cada decisión.
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