Habla bien y te sentirás mejor

Se amable y serás más feliz.

Repite “todo irá bien” y tendrás más posibilidades de que las cosas te vayan bien. Mantén tu discurso secuestrado por la idea de “esto no tiene solución” y jamás la encontrarás.

Puede sonar a optimismo barato o a manual de autoayuda, pero la neurolingüística que es una disciplina centenaria, no solo ha dedicado sus esfuerzos al estudio de la producción del lenguaje desde el cerebro, también a la influencia que la palabra ejerce sobre la mente.

Como defendía el psicólogo ruso Lev Vygotsky en la primera mitad del siglo XX, todas las funciones mentales, pero sobre todo el lenguaje, tienen una dimensión interna, mental o computacional, que puede y debe ser estudiada científicamente.

Pensamiento y palabra son dos conceptos íntimamente relacionados. Si tienen o no el mismo origen genético, o si se desarrollan de una forma más o menos independiente, todavía hoy resulta motivo de debate. Las hipótesis coinciden en que, al menos, siguen un proceso de continua influencia recíproca.

Los expertos conciben este binomio habitualmente colocando antes el pensamiento y después la palabra, haciendo buena la expresión: “Decimos lo que pensamos”.

Como consecuencia, invertir los términos, decir y después pensar, puede sonar a acto irreflexivo, a que “no se debe decir todo lo que se piensa” y “se debe pensar todo lo que se dice”, ya que puede resultar inconveniente decir lo que se piensa en según qué contexto.

Lo que hablamos influye, modifica e incluso corrige lo que pensamos. A nivel cognitivo, buena parte de lo que se dice acaba siendo lo que se piensa.

La influencia que la palabra ejerce sobre el pensamiento puede comprenderse de manera intuitiva mediante la observación del efecto mantra.

Una práctica que se ha empleado tradicionalmente con diferentes objetivos. La repetición constante de una misma palabra, o una serie corta de palabras, es un método eficaz para desconectar del medio, para relajarse, para evadirse.

En estudios sobre la técnica de neuroimagen se ha comprobado que este acto repetitivo produce una desactivación del córtex cerebral: repetir constantemente una palabra ayuda a “dejar de pensar”. O, al menos, a desconectar del pensamiento consciente.

La neurolingüística es una disciplina centenaria que analiza la producción del lenguaje desde el cerebro y la influencia que la palabra ejerce sobre la mente. ¿Cómo modifica nuestras vidas lo que decimos?

La capacidad de la palabra para comunicar emociones positivas no se limita al uso que de ellas hacemos para brindar apoyo a un amigo en situaciones difíciles. Podemos alentarnos a nosotros mismos utilizando las palabras adecuadas, del mismo modo que el uso derrotista del lenguaje puede bloquearnos a la hora de afrontar la resolución de un problema.

En el conocido como "The Nun Study" ("El Informe de las Monjas"), cuya lectura recomendamos vivamente, recoge una serie de estudios sobre la vejez llevados a cabo por el grupo de trabajo del doctor Snowdon, experto en alzhéimer, con 678 monjas de la Escuela de las Hermanas de Notre Dame, se valoraba el uso del lenguaje positivo como uno de los factores que influyen en la salud cerebral.

En condiciones normales, los vocablos alarmantes se convierten en aliados.

Tras escuchar la palabra “peligro” nos colocaremos en estado de alerta, atenderemos al riesgo hasta detectarlo y seremos menos vulnerables.

Para que una expresión alarmante sea verdaderamente útil en la prevención del riesgo, antes tendrá que haber sido automatizada. El organismo tiene la capacidad de automatizar gran cantidad de información, mientras que los pensamientos instantáneos se generan en gran medida a través de la repetición de lo que nos decimos.

Cuando los pensamientos se convierten en automáticos dejan de ser conscientes, sobrepasan la reflexión. La capacidad de automatizar carece en sí misma de criterios para reconocer si esta beneficia o no, y algo tan cotidiano como la palabra resulta un blanco fácil para los automatismos.

El uso del lenguaje en la vida cotidiana está sembrado de trampas de las que no somos conscientes y que determinan de manera inefable cómo sentimos y cómo nos sentimos.

Quien se repite a sí mismo constantemente que es un desgraciado se siente desgraciado.

Pensar “todo me sale mal” general malestar.

Cada vez que se dice “todo me sale mal” o “siempre me pasa lo mismo” habría que plantearse el significado de las palabras “todo” y “siempre” para calibrar si realmente es así.

Y sin embargo resulta frecuente la tendencia a la generalización y a la dicotomía, sin percatarnos de algo importante: si estas generalizaciones se convierten en pensamientos automáticos, se estrechará nuestra forma de percibir nuestra situación y nuestro entorno.

Se puede reeducar la manera de hablar.

Se puede y se debe, si efectivamente se habla mal.

Esto será la prioridad: observar cuál es nuestro estilo de comunicación, tomar conciencia de cómo es nuestro lenguaje y de los automatismos que hemos ido generando.

Debemos identificar nuestras palabras trampa y nuestras palabras aliadas, ya que no a todos nos sirven las mismas. Una vez identificados estos vocablos, debemos entrenar el lenguaje repitiendo palabras aliadas y evitando repetir las que son nocivas.

A través de la repetición conseguiremos nuevos automatismos expresivos que generarán cambios en nuestra manera de pensar y de sentir; elementos indispensables para autorregularnos y aprender a dirigir más conscientemente nuestro comportamiento, sin rendirnos antes de sopesar las verdaderas expectativas de triunfo o fracaso.

Cuando hablamos le estamos diciendo a nuestro organismo lo que tiene que sentir, estamos dándole instrucciones, estamos generando emociones.

Teniendo esto en cuenta, es fácil darse cuenta la importancia que tiene la forma en la que nos hablamos. Una vez más, nosotros decidimos:

Habla bien y te sentirás mejor.

Inspirado en el artículo publicado en El País
17 de mayo de 2017
Autor: Lola Morón