El cariño de una madre cambia el ADN de su hijo

Los profesionales de los campos de la psiquiatría, la neurología y la medicina pediátrica insisten desde hace tiempo en la importancia de las experiencias de los primeros años en el desarrollo cognitivo y emocional del niño.

Son famosos los casos de orfanatos en los que se observó como los bebés privados de cariño acababan muriendo inexplicablemente a pesar de tener satisfechas todas sus necesidades vitales básicas.

Todas, menos el amor. Nadie les acariciaba ni les hablaba.

Las experiencias durante los primeros años de vida pueden repercutir más tarde en la vida adulta.

Se sabe que la genética es factor de predisposición, por ejemplo, en el caso de muchas enfermedades mentales, como la esquizofrenia o la depresión, pero son las experiencias y el entorno en que crece la persona lo que acabará determinando si finalmente desarrolla o no un trastorno.

Pero cómo se produce esa negociación entre genes y ambiente hasta el momento se desconoce.

En un experimento con ratones, investigadores del Instituto Salk, en California (EEUU), han observado por primera vez que las atenciones que una madre procura a su hijo pueden cambiar incluso su ADN.

En concreto, han visto cómo las crías de madres negligentes tienen más secuencias genéticas repetidas en neuronas del hipocampo, un hallazgo que confirma las conclusiones de estudios previos sobre cómo el ambiente afecta al desarrollo del cerebro en humanos y que puede ayudar a comprender mejor cómo se producen algunos trastornos psiquiátricos.

“Nos enseñan que nuestro ADN es algo estable e inmutable, lo que nos hace ser lo que somos, pero en realidad es mucho más dinámico”, afirma Rusty Gage, profesor del Laboratorio de Genética de Salk.

“Hay genes en nuestras células que son capaces de copiarse y moverse, lo que significa que, de alguna manera, nuestro ADN sí cambia”, subraya.

El cuidado maternal modifica el ADN del cerebro de los ratones

Aunque cada célula del organismo contiene su propio ADN, en algunos tipos de células, también en las neuronas, hay elementos que tienen la capacidad de copiarse, duplicarse e insertarse en otros puntos del genoma.

Algunos de estos cambios son causados por los denominados genes saltarines o transposones (LINE, por sus siglas en inglés), que se mueven de un punto del genoma a otro.

Los genes saltarines, hacen que cada neurona pueda ser un poco distinta de la neurona vecina a pesar de pertenecer a un mismo individuo.

Durante al menos una década, los científicos han sabido que la mayoría de las células en el cerebro de los mamíferos experimentan cambios en su ADN que hacen que cada neurona, por ejemplo, pueda ser ligeramente diferente de su vecina.

En 2005, el laboratorio de Gage descubrió que un gen saltarín llamado L1, que ya se sabía que se copiaba y se pegaba en nuevos lugares en el genoma, podía saltar en el desarrollo de las células neuronales.

El equipo había planteado la hipótesis de que tales cambios crean una diversidad que podía ser útil entre las neuronas, una especie de ajuste fino, pero también podría contribuir a determinadas afecciones neuropsiquiátricas.

“Si bien hemos sabido por un tiempo que las células pueden adquirir cambios en su ADN, se ha especulado con que tal vez no sea un proceso aleatorio”, declara Tracy Bedrosian, una postdoctorando primera autora del estudio, y que se percató de que había diferencias en cómo las madres ratón cuidaban a sus crías.

“Tal vez haya factores en el cerebro o en el entorno que provoquen cambios con mayor o menor frecuencia”, explica.

¿Por qué cambian esos genes?

¿Es un proceso aleatorio o hay factores que producen que esos cambios se produzcan con mayor o menos frecuencia?

Y, más interesante aún, ¿qué consecuencias tienen esos genes saltarines en el cerebro y en las capacidades cognitivas del individuo?

Para intentar responder a esa pregunta, el equipo de investigadores del Instituto Salk comenzaron a realizar estudios en los que estresaban a un grupo de crías de ratones mientras que a otro grupo los exponían a experiencias gratificantes.

Observaban que tiempo después, cuando los ratones eran adultos, tenían diferentes cantidades de genes saltarines en el cerebro.

Aquello les dio la pista para empezar a explorar las diferencias naturales en el cuidado de las madres ratón de sus crías y si esas diferencias tenían algún impacto en el ADN del hipocampo, la región del cerebro implicada, entre otros, en las emociones o la memoria.

Observaron que había una correlación entre el cuidado maternal y el número de copias de L1.

No obstante, los investigadores no sabían a qué atribuirlo, puesto que en ocasiones parecía haber una relación entre el estrés y el número de copias de L1, y otras, entre las experiencias gratificantes y la cantidad de este gen.

La importancia del cuidado materno

Para averiguarlo, los investigadores comenzaron observando las variaciones naturales en el cuidado materno entre los ratones y sus crías.

Después, observaron el ADN del hipocampo de la descendencia, una región del cerebro que está involucrada en la emoción y la memoria.

El equipo descubrió una correlación entre el cuidado materno y el número de copias L1: los ratones con madres amorosas tenían menos copias del gen L1 saltarín y los que tenían madres negligentes tenían más copias y, por lo tanto, más diversidad genética en sus cerebros.

Los ratones que habían tenido madres más cuidadoras tenían menos copias del gen saltarín y los de madres negligentes, más copias y, por tanto, más diversidad genética en el cerebro.

“Nos hemos centrado en estudiar el hipocampo porque se sabe que las neuronas continúan dividiéndose y madurando allí después de nacer y también porque en el ratón es la región del cerebro que tiene las tasas más elevadas de L1 y se sabe que esta región es sensible a estímulos ambientales”, explica Gage.

A continuación, para comprobar que no fuera una coincidencia, intercambiaron crías: los ratones nacidos de madres cuidadoras fueron criados por madres negligentes y al revés.

Los resultados del primer experimento se repetían: los ratones nacidos de madres cuidadoras, pero criados por ratonas negligentes tenían más copias de L1.

El impacto del desapego

En otro experimento, separaban durante parte del día a las madres de las crías.

Cuando volvían a reunirlas, la madre trataba de compensar la separación con más lametones y cuidados.

Se volvían hipercuidadoras y en esos casos, los investigadores veían cómo se reducían los genes saltarines en toda la camada.

Los investigadores apuntan que es posible que las madres negligentes provoquen estrés en las crías y que ese estrés desencadene que L1 comience a copiarse y a pegarse.

Es decir, el modelo de crianza es clave.

Más estresados

Los investigadores plantearon la hipótesis de que los descendientes cuyas madres eran negligentes estaban más estresados y que de alguna manera esto estaba causando que los genes se copiaran y se movieran con más frecuencia.

Curiosamente, no hubo una correlación similar entre el cuidado materno y el número de otros genes saltarines conocidos, lo que sugirió un rol único para L1.

Los investigadores tienen previsto un nuevo estudio con ratones adultos para tratar de correlacionar las capacidades cognitivas de estos roedores, tanto los criados por madres negligentes como atentas, como recordar qué camino en un laberinto conduce a una recompensa, con el número de copias de L1.

En cuando al ser humano, el trabajo respalda los estudios sobre cómo los entornos de la niñez afectan al desarrollo del cerebro y podría proporcionar información sobre los trastornos neuropsiquiátricos como la depresión y la esquizofrenia.

“No sabemos cuánto de lo que somos se debe a la genética y cuánto al ambiente, pero nosotros proponemos una combinación de las dos», concluye Gage.