Deseo, amor y felicidad

Aunque el amor lo condicionen factores psicológicos y sociales, se origina en unos mecanismos que se activan en el organismo, en que intervienen genes, neurotransmisores, hormonas…, es decir, al sentir amor, lo que estás experimentando es una compleja reacción biológica.

En su avance imparable, los investigadores del cerebro van dando forma al andamiaje del amor en su afán por conocer mejor al ser humano, en este caso: las razones por las que Manuel se enamoró de Loli y no de Pepa, teniendo en cuenta que son tremendamente parecidas.

Helen Fisher, profesora en el departamento de Antropología de la Universidad Rutgers de Nueva York, intenta arrojar alguna luz sobre este reto.

“… hemos constatado que hay cuatro tipos de sistemas cerebrales, según la sustancia que más se segrega, y que estarían ligados a personalidades distintas y tendrían un papel en el enamoramiento.

Si una persona produce mucha dopamina, un neurotransmisor cerebral, tiene una personalidad exploradora, curiosa, energética; si produce mucha serotonina, otro neurotransmisor, tiene una personalidad que yo llamo de constructor, convencional, meticulosa; si produce mucha hormona testosterona, es lógica, con gran decisión, de esas personas que les gustan la ingeniería o las matemáticas, y si produce muchas hormonas estrógenos u oxitocina, es de personalidad negociadora, imaginativa, compasiva.

Pues hemos observado que las personas que tienen una personalidad curiosa o una convencional tienden a enamorarse de alguien que sea como ellas; en cambio, quien tiene una personalidad donde domina la testosterona tiende a sentirse atraído por quienes expresan mayores niveles de estrógenos y viceversa”.

Conclusión: Encontramos tanta verdad en la afirmación que sentencia que las personas tienden a enamorarse de aquellos/as que le son parecidas, que en la afirmación que propone lo contrario, es decir, que los extremos se atraen.

Esta base biológica de la personalidad y su papel en el enamoramiento, campo en el que Fisher se ha volcado en los últimos tres años, le ha abierto, dice, otra puerta: la genética del amor, un ámbito en el que apenas se ha profundizado. “Probablemente, hay razones genéticas, que aún no conocemos –al menos el 50% de lo que somos y hacemos es genético–, por las que, según cuál sea tu personalidad, eliges a alguien del mismo u otro tipo de personalidad”, dice la antropóloga. Habría, subraya, una determinación biológica en enamorarse de una u otra persona, además de los factores que se habían considerado hasta ahora: aspectos psicológicos, la atracción visual, compartir unos valores y una cultura o tener un nivel de inteligencia y socioeconómico similar.

El psicólogo social Arthur Aron, de la Universidad de Nueva York-Stony Brook, ha colaborado con Fisher durante los últimos años en diversos estudios, junto a la neurobióloga Lucy Brown y otros investigadores.

En el año 2005 publicaron una investigación, en la Sociedad Americana de Fisiología, que recogía los resultados, obtenidos al estudiar a miles de personas enamoradas con entrevistas y cuestionarios, midiendo su actividad cerebral mediante técnicas de neuroimagen (tomografías y resonancias magnéticas funcionales) en el que se detallaba por primera vez lo que experimenta una persona en su cerebro cuando se enamora, es decir, las estructuras cerebrales que intervienen en el complejo proceso del enamoramiento.

“Hay diferentes sistemas cerebrales que se activan, por separado y compartiendo algunas áreas, para el sexo, el enamoramiento y el amor duradero, y ya somos capaces de entender esos circuitos básicos”, explica Helen Fisher.

El deseo sexual se activa por las hormonas sexuales (testosterona y estrógenos) y sobre todo en regiones del cerebro como el hipotálamo y la amígdala. Es un mecanismo más primario que el del amor y menos coincidente con él de lo que se pudiera creer.

En el enamoramiento, se activa sobre todo una zona cerebral (área ventral tegmental, en la región subcortical) que segrega dopamina, el neurotransmisor cerebral que rige el placer.

Una vez que el sujeto se encuentra situado en esa condición, además, las resonancias magnéticas funcionales mostraron que al ver una foto de su enamorado/da, aumentaba de forma considerable la actividad de uno de los sistemas cerebrales que funcionan con la dopamina, el de recompensa, intencionalidad, motivación para conseguir algo.

Arthur Aron ya llevaba años trabajando en una teoría que este estudio confirmó: el amor no sigue los parámetros cerebrales de las emociones (como la euforia), sino el de las motivaciones o necesidades.

Aunque intervengan emociones (esa motivación origina euforia o ansiedad) y conductas, a nivel neurológico, el amor no es una emoción sino una motivación.

Ese mecanismo de gratificación que se activa en el enamoramiento está por debajo de los sistemas cognitivos y emocionales en el cerebro, regula comportamientos de supervivencia como los que responden a la necesidad de comida o los que también se ha visto que actúan en un toxicómano ante el deseo de consumir cocaína.

En el amor, se constituye así en un sistema primario de búsqueda de pareja.

Otros investigadores también han observado actividad en otras áreas cerebrales. Stephanie Ortigue, profesora de Psicología de la Universidad de Siracusa, en el año 2010 publicó que al enamorarse se activan hasta 12 áreas cerebrales diferentes. Entre ellas, las hay más cognitivas, como las de recuerdo, representación mental o el concepto de imagen corporal, u otras donde se sopesan los riesgos de pérdidas/beneficios ante el amor, sin olvidar las cuestiones meramente económicas.

No obstante, también se encuentran algunas diferencias en las manifestaciones del amor, pero se puede decir que fundamentalmente se deben a diferencias culturales (por ejemplo, en algunas culturas está mal vista la pasión), y se han observado diferencias biológicas por sexos, pero no se sabe hasta qué punto son fruto de años de influencias culturales. Y nunca alteran los mecanismos básicos.

Si bien, hombres y mujeres no actúan igual, cuando se enamoren funciona el mismo mecanismo cerebral con muy pocas diferencias.

En los hombres, por ejemplo, hemos visto más actividad en zonas del cerebro relacionadas con lo visual, y en mujeres, con los recuerdos.

Las mujeres se enamoran más rápido, pero el hombre quiere ir a vivir juntos más rápido que la mujer... Hay diferencias a la hora de la elección de pareja, pero no sabemos cuánto las condicionan los factores psicosociales.

Fisher sostiene que la razón por la que el amor es universal y sus mecanismos naturales tienen rasgos comunes en diferentes especies animales es que el amor humano derivó de un mecanismo primario, el de apareamiento, que desde Darwin se ha observado en muchas especies de mamíferos y hasta de aves. En su opinión, el amor es un instinto.

“En la evolución hay selección natural y, al mismo tiempo, actúa una selección cultural. Desde un principio, existía un mecanismo encaminado a favorecer la reproducción y la continuidad de la especie.

En muchas especies, se da el cortejo entre el macho y la hembra, que no es más que un sistema natural de acercamiento, de test de complementariedad para el apareamiento.

En los homínidos, a partir de un momento determinado, eso derivó en algo social, cultural (y sometido a evolución): el cortejo o el apareamiento ya no tienen necesariamente como objetivo la reproducción, y se estipulan diferentes mecanismos sociales en la relación macho/hembra.

Ese sexo social da lugar al amor, que es un sistema neuroquímico, una producción de sustancias cerebrales que pasan al torrente sanguíneo, pero que se complementa con una actividad social; hoy lo social y el amor son adquisiciones que han ido tomando forma poco a poco durante el proceso evolutivo.

Eudald Carbonell, catedrático de Prehistoria en la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona y codirector de las excavaciones arqueológicas de Atapuerca desarrolló esa teoría “porque comprendí que para entender la evolución sexual había que relacionarla con los cambios sociales”, dice, y la recogió en su libro El sexo social.

Ese salto del apareamiento con fin reproductor al amor social Carbonell lo sitúa “probablemente hace unos 400.000 o 500.000 años, cuando creemos que aparecieron los mecanismos de conciencia social (cuando los ancestros empezaron a enterrar a los muertos, adquirieron estructuras simbólicas…); hasta entonces, seguramente había un comportamiento biológico, como el que mantienen otras especies”.

Las primeras representaciones de aspectos sexuales y amorosos que se han hallado datan de hace 30.000 o 40.000 años.

Pero la sofisticación del amor humano es enorme. Siempre se ha discutido, por ejemplo, si el encendido amor inicial puede durar. La teoría más extendida es que con el tiempo pierde intensidad y la pareja comparte más un afecto, un acompañamiento, unos intereses… Se pone a menudo fecha de caducidad a ese amor inicial. Freud, por su parte consideraba, incluso, que si perduraba era signo de patología.

Un estudio de Bianca Acevedo, neurocientífica de la Universidad Cornell de Nueva York, con Aron (de quien fue discípula), Fisher y Brown, desveló en el 2009 el tercer mecanismo del amor tras el sexual y el enamoramiento: el del amor duradero. Y no dejó de sorprender porque mostró que el amor inicial puede perdurar. La investigación se hizo con personas que tenían relaciones de pareja de 10, 15 años o más y que se declaraban muy enamoradas.

La neuroimagen reveló que en su reacción cerebral ante el amado/a seguía funcionando el mecanismo del amor inicial de dopamina y área de gratificación. Además, se activaban otras zonas cerebrales distintas (en mayor número incluso que en el enamoramiento inicial), en las que se producen los péptidos oxitocina y vasopresina, que regulan los lazos afectivos intensos, la empatía, lo que se relaciona con el apego y el compromiso.

Se segrega también serotonina –neurotransmisor que modula las emociones y que en el amor inicial tiene una baja actividad– y hay una actividad en el área de receptores opiáceos que funciona al tomar fármacos contra el dolor o la depresión, lo que explicaría que estas relaciones largas sean de bienestar y más calmadas.

La oxitocina, llamada hormona del amor, se segrega en gran cantidad en el acto sexual y en el parto, momentos en los que se establece un lazo intenso con otra persona. Los mecanismos cerebrales del amor duradero coinciden en parte con los que se activan en el amor hacia los hijos.

Otro de los destacados neurobiólogos que han estudiado el amor, Semir Zeki, del Colegio Universitario de Londres, comprobó, además, que tanto en el amor romántico como en el maternal se inhibe la actividad en el área cortical del cerebro donde radican el juicio y el razonamiento, lo que explica aquella consideración popular de que a veces el amor es ciego.

Queda demostrado más allá de toda duda que somos pura bioquímica. Reacciones que se provocan frente a estímulos, cierto. Pero no es menos cierto que el ser humano tiene la capacidad de interpretar esos estímulos de forma que esa bioquímica juegue a nuestro favor.

Tenemos en nuestra mente el arma capaz de conseguir modular ese potencial torbellino de emociones de forma que se transforme en un aliado inestimable de nuestro bienestar. De nuestra felicidad.

¡Nosotros elegimos!